Una comida en Elkano y un encuentro con Balenciaga

Fue un lunes que amaneció gris como tantos otros en el norte. Salimos en coche y pasó algo de tiempo aunque el sol no apareció. Una vez salimos de la autopista comenzó lo mejor. Una carretera nacional que como una serpiente en movimiento se abrazaba al último trozo de tierra antes del mar. Desde ella era posible ver uno tras otro los sucesivos pueblos pesqueros vascos a orillas del Cantábrico. Para la generación anterior constituía el camino más corto para llegar a Francia desde el norte o el oeste.

M contaba que no había por entonces en España escaleras mecánicas ni tele a color. Tuvo que irse ella a Francia con unos parientes solo para descubrirlo. Cuando volvió informando nadie la creía. Le pasó como a los científicos que entrevistan en la televisión por haber descubierto un avance rompedor; se les observa con atención y desconfianza.

Nadie está dispuesto a renunciar a lo que ya conoce. Porque a fuerza de días y días le cogemos cariño a lo cotidiano, a ese inmovilismo imperturbable de las cosas. Una vez una chica nos explicó que a ese fenómeno se le llama zona de confort. Yo me quedé muy sorprendido pues hasta entonces había creído con todas mis fuerzas que la zona de confort era un sofá de casa de mi abuela que estaba junto al radiador y en un ángulo perfecto entre la ventana, el televisor y ella.

GB avisó de que ya estábamos llegando porque se podía ver un ratón posado sobre el mar: el ratón de Guetaria. De pequeño me preguntaba qué clase de mensaje sería aquello que parece ser y no es. Ahora, cuando las olas tapan a los faros, las playas desaparecen, las farolas se doblan y hay que poner maderas y clavos en las ventanas, me pregunto si no será también otro mensaje.

Nuestro destino era Guetaria porque hay allí una brasería que primero regentó un padre y ahora regenta su hijo. Por lo demás todo sigue igual de bien. Este restaurante se llama Elkano y su éxito radica en una técnica de cocina que consiste en no cocinar; ellos persiguen a los mejores ejemplares del mar Cantábrico y una vez los tienen los cortan a la mitad y los ponen en una parrilla. Esto que parece tan sencillo puede llegar a ser un arte y en Elkano han alcanzado la pureza.

Creo que pude comer las mejores cocochas de mi vida. Eran unas cocochas de merluza a la brasa y solo sabían a eso, a mar. A McBacon le trajeron también el mejor rape que nunca probará, ese rape debía ser culturista durante los ratos que no dedicara a huir de las redes y los anzuelos. Esto es una putada bien grande porque ahora cada vez que coma unas cocochas me voy a acordar de aquellas. Es como cuando Messi metió aquel gol al Getafe: nunca meterá uno mejor. A M le había pasado esto mismo con un mero que comió en una tasca de un pueblo de pescadores en Galicia. Ella me advirtió que con las cocochas me pasaría lo mismo.

Tras la fantástica comida nos dirigimos al museo Cristóbal Balenciaga, oriundo de Guetaria. El museo es un anexo muy bien casado al antiguo Palacio de los Marqueses de Casa Torres. La madre de Cristóbal trabajaba en el palacio como costurera y su padre hacía lo propio como arrantzale. Como cualquier niño Balenciaga tenía curiosidad e inquietud por aquello que le rodeaba. Podría haber sido pescador pero pasaba más tiempo con su madre y eso siempre hace mella. Y allí pasaba las horas, aprendiendo las técnicas de costura y las tendencias de la moda parisina a través de los Marqueses. Las cosas de palacio van despacio debió de pensar. Hasta que un día lo retaron a replicar un vestido de la señora. Y el no-tan-niño cumplió, sin saber aún que vestiría a orfeones y a reinas; que se codearía con Chanel y Dior; que sería mentor de Givenchy u Óscar de la Renta.

Museo Cristóbal Balenciaga“Un buen modisto debe ser: arquitecto para los patrones, escultor para la forma, pintor para los dibujos, músico para la armonía y filósofo para la medida” dijo. Al final me di cuenta de cuanta genialidad había en él: el buen hacer de su madre, las influencias de la aristocracia y el profundo respeto a las materias, como un buen arrantzale. De todo ello surgieron diseños tan minimalistas como atemporales; como la parrilla de Elkano.

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Formateo

Ayer alguien me intentó borrar del mapa. Debe ser algo parecido a cuando haces un shift+suprimir; el archivo se borra del disco duro sin pasar por la papelera de reciclaje y desaparece para siempre. Sin opción a una segunda vida, a un planeta mejor. Así somos la gente del siglo XXI todo lo queremos informatizar. Lo que ocurre es que las personas somos una maraña de momentos y no de ceros y unos. Por eso es más difícil borrarnos del mapa.

Aquella persona debió de sentirse como el detective Ray Velcoro en el último capítulo de True Detective II. El bueno de Ray lo tiene todo para no mirar atrás: un salvoconducto a Sudamérica, una chica mala que promete serle fiel, una bolsa de deporte llena de fajos y una vida que se jodió. En resumen: ha comprado una vida mejor. Sabe que es el momento ¿Lo tomas o lo dejas Mr. Velcoro? Aquí no hay tique de cambio; ya lo había tomado sin darse cuenta cuenta tiempo atrás. Todo fue tan rápido que no había pensado en dejar su último adiós. Finalmente nuestro detective decidió ir a ver lo que más le iba a importar dejar atrás para con clásico saludo militar decirle a su hijo todo lo que no le iba a poder explicar con palabras. Y así lo borró.

Los naipes se tambalean porque el gran cañón se ve mejor desde el maps que asomandose a su abismo. Ray muere por no saber aprovechar su oportunidad. Muere por fuera, por dentro ya lo estaba. Incapaz de reconocer que le era imposible borrar esos momentos por más que solo fueran personas. Ni si quiera con la destrucción de neuronas en masa por medio del alcohol, los polvos blancos, los polvos con curvas o el trabajo. Solo en esos segundos finales de lucidez condensada que regala la muerte fue consciente de que se puede borrar a una persona, a dos y a tres pero no a los momentos que dejaron en ti. Su castillo de naipes ahora era arena. Ahora polvo en el viento. Ya nada.

Septiembre

Escrito originalmente el 28 de septiembre de 2015.


Desde pequeño le habían dicho que el año empezaba en Enero, el día 1. Según iba cumpliendo años cada vez tenía más claro que el año empezaba en Septiembre, como casi todas las cosas irrelevantes que pueden comenzar en un año. Primero el colegio. Más tarde la universidad. Y por último el trabajo (todavía era joven para saber con certeza cuando comenzaba una jubilación). Todas aquellas fases u otras diferentes eran máquinas generadoras de momentos. Los mayores le dijeron que entre esos momentos pasa la vida y en ellos se detiene. No siempre para bien. Es por eso que él, sus colegas, sus compañeros y sus enemigos esperaban en un silencio nervioso el comienzo del año. Con la añoranza de quien sabe también que en Septiembre comienza el otoño. No más vestidos sin medias paseando por las avenidas. No más trasiego de pareos desfilando por el embarcadero. No más chicas-tan-monas-que-pueden-vestir-sombrero. En la radio los hits dejarán paso a las canciones de desamor y hasta el siguiente año no podrás llevar chicas a la playa de noche. Septiembre está ahí para recordarte algo que habías olvidado los meses anteriores: puedes ser feliz pero solo por momentos.Mujer paseando por concreso senado

La luz que la persiana no podía esconder era blanca, suave y distante como la melancolía. Diferente de la que le había golpeado con energía para levantarlo unas semanas atrás. Ahora había que buscar una razón con la que convencerse a uno mismo para saltar fuera de la cama como lo hace un saltador de altura en la piscina: con decisión y consciencia del riesgo. Cualquiera se deja engañar por una mujer guapa pero no por sí mismo. Para eso hay que ser demasiado inteligente y tener mucho valor como un precursor o un magnicida. El continuaba con su búsqueda mientras su madre sonreía contenta. Al menos de esa forma se mantenía ocupado. No sabía con seguridad que andaba buscando ni siquiera que quería pero tenía una intuición parecida a la de muchacho un del siglo XVI antes de enrolarse en una embarcación.

Ella le había pedido que le fuera a visitar y que le cocinara. Todo sonaba como una huida hacia atrás, hacía una antigua ciudad, hacía un momento pasado de felicidad. Le había hecho prometérselo aunque él le había explicado que esos momentos no volverían más. Por lo menos durante un tiempo. Era una de esas promesas de amor. Había roto las suficientes como para saber que no debía aceptarla pero ¿A quién le importaba eso? La vida sin amor era como una imitación de la vida. Eso también lo sabía con certeza. Siempre les quedaría aquella ciudad. Sus antros llenos de gente con ganas de contar su historia. Las noches de primavera y speed. Aquella escena de cama que no acabaron de rodar en la playa. Y el café.

El último rey del rock

Antes de nada explicar que comencé a escribir por las mismas razones que Ray Loriga y Joan Tubau: la muerte de un ser querido y para ordenarme. Por ello esta primera entrada que fue escrita el 20 de enero de 2015 va a dedicada a Javi. Sin ti no habría tenido el valor y esto no habría sido posible.


Le recuerdo como un joven en continua rebeldía, a pesar de los años, seguía transmitiendo esa fuerza que en otros se atenúa con el tiempo. Sin duda él era diferente. Poseía esa aura dyleniana de estrella del rock: esbelto, pelo negro rizoso, ojillos hundidos y brillantes, cara delgada y pitillo en la boca. Enfundado en eternas cazadoras de cuero como duro el frío de su Béjar natal. El festival de blues lo había amamantado desde crío, siempre supo de dónde venía y dónde quería llegar: llegado el momento dio el salto, tras la barra, en Salamanca, para costearse la universidad. En la sinopsis de su biopic le habrían etiquetado de “auténtico self-made man” aunque él sólo sentía la humildad del que viene con poco del pueblo y se gana el respeto de la ciudad. Mis padres todavía cuentan cuando le echó la bronca a un camarero por la forma en que abrió unos refrescos y se los sirvió en unos vasos estampados con sus huellas. Inconformista, apasionado y pacífico como su amado jazz, trabajador como aquellos capaces de crear, cuidar y levantar un bancal en su propio jardín. Aquellos rojos tomates: profundo sabor, sonriente rugosidad y frescura renovada verano tras verano, fueron su mejor autorretrato. Fue haciendo camino sin ahorrarse energía; no porque tuviera prisa sino que no entendía otra manera. Pasaron los años entonces un día decidió que ya estaba en paz, que no había mejor porvenir que lo ya recorrido; ahí termino su vida y comenzó su leyenda. Rara vez he visto tanta gente vacía. Vacía de vida, vacía de espíritu, vacía de razón, por una misma causa; solo sentimientos encontrados. Y es que, como cuando parte prematuramente una estrella de rock, nos deja un retazo de su vida capaz de guiar a toda su generación. Adiós Javi, hemos perdido al último rey del rock.