Diciembre y que siga el miedo

Fueron unas semanas secas y calurosas. Los bosques lo supieron bien. Desde la ciudad se veía el humo y desde los pueblos las llamas. Ya dudaba si veía realidad y pensaba literatura o si era al revés. Lo positivo de todo ello es que se pudo ver un hidroavión planeando por la bahía para recargar agua; a mí me parecía todo un comic de Tintín y cuando lo vi, soñé que en la cabina iba él, con la intención de salvar Cantabria de un entramado de villanos-quema-bosques.

Vi un niño montado en un patinete por la acera. Era como el que yo tuve de niño pero este se deslizaba solo. Pensé: «cuando yo era pequeño eso era el futuro» me lo había contado Philip J. Fry en Futurama. Ahora el futuro es lo que sacarán el mes que viene ¿Qué puede soñar un niño en un mes? Una realista distopía de lo que ya conoce. Los sueños, las fantasías, se deben forjar durante meses e incluso años, en soledad, porque así son más sueños, más utopías.

Una Gaucha nos vino a visitar. Tiene mucha suerte: vive en París y sabe de confiterías. No debe de ser muy parisina aún porque no lleva gorro ni es elegantemente borde. Y tampoco debe ser muy Gaucha pues no conoce a Calamaro. En realidad en Canadá uno debe ser de donde quiere; probablemente sean todos de Bilbao.

La gente se puso guapa para llenar algunas calles; tres valientes tocaban rock en una esquina, parecían no darse cuenta de que no estaban en NY; parecían los-putos-Strokes grabando un vídeo en Times Square. Hoy tocar en la calle no está permitido si no eres pobre, y ya, ni aun siéndolo, así que la policía los echó. Entonces no quedó más remedio que mirarse, mirarse los unos a los otros y beber.

Era un falso invierno: podías ver chicas con vestido y sombrero en las calles pero todas llevaban medias ¿Es que nadie se daba cuenta? Era horrible, todos contentos y yo solo podía pensar en ellas; eran varias y a todas las quería aunque no a todas por igual; como dice Beigbeder: «Nunca dos se aman a plena satisfacción del otro».

Saliendo de casa me crucé con el loco del barrio: un hombre que suele estar parado, contemplándose a través de un espejo, sujeto a una mano con el brazo extendido y haciendo un corte de manga con la otra. Me sorprendió ver que ha cambiado su antiguo espejo por la pantalla de un teléfono móvil. Es curioso, él, el-loco-del-barrio, es el único al que la tecnología no ha cambiado. Él, el-loco-del-barrio, ya veía su vida en selfie antes de que si quiera existieran los smartphones. Estoy seguro que en su universo podrá sentirse como Edison al ver a los demás usando bombillas; «vaya mundo de locos» pensará.

Por un 2016 muertos de miedo.

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Una matanza en Hospital de Órbigo

Los pueblos en Castilla y en León tienen un aire melancólico. Según llegas parece que te estas despidiendo; vas andando por la calle, miras una preciosa casa, continúas el paseo, vuelves a mirar y ahora sus ventanas están tapiadas: es lo que en las ciudades con rascacielos llaman éxodo rural. Son sitios por los que pasó la guerra y en los que ya nadie se puede emocionar hoy sin hablar del ayer. Territorios en paz. Y todos los curas saben lo que ocurre: cuando alguien está en paz, deben acudir al velatorio.

¿Entonces a que se dedican los que aún quedan allí? A cultivar y alimentar con paciencia lo que este planeta nos da, a contestar las preguntas que les sugiere una planta de calabacín, a observar las estaciones a través de un árbol de hoja caduca, a representar unas justas medievales o a tomar un vino antes de comer. Así miden el tiempo, porque allí todo se hace y permanece como antes, y como antes es tan atrás, ya nadie recuerda cuánto tiempo es.

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Garci en su libro mirar de cine respondió esto cuando le preguntaron si sus gustos culinarios eran siempre sofisticados:

Al contrario, soy un clásico. Ostras y caviar, con Dom Pérignon, por supuesto. Pero también la cuchara: judías pintas, cocido, lentejas, el arroz a banda, el jamón de Jabugo (para mí, el mejor amigo del hombre), y los bocadillos de chorizo, de anchoas, la escarola, las patatas fritas, la ensaladilla de Casa Rafa [en Madrid], el steak-tartare del Club 31 [Madrid], la carne a la brasa, el pan con aceite, las castañas asadas y las castañas pilongas, todos los frutos secos…

Para mí estas palabras adquirieron una dimensión completa durante el fin de semana que allí pasé: en Hospital de Órbigo se bebe vino de la comarca, se comen patatas fritas artesanas los domingos ¡En una confitería!, se sirven tapas de chorizo casero, después de comer se bebe café con licor y cuando alguien estornuda es probable que veas pimentón flotar en el aire.

SPOILER: a partir de aquí se acaba la parte poética y paso a describir el qué, el cómo y el porqué de la matanza, abstenerse sensibles y vegetarianos:

He tenido la suerte de participar en la matanza del gocho (así se conoce al cerdo). Esta es una forma de medir el tiempo, concretamente, de medir un año natural. Si el tiempo lo permite, en las familias como-Dios-manda, se mata el cerdo el mismo día, cada año. Es necesario que haga frío y a poder ser que no haya mucha niebla, esta trae humedad, para que el chorizo pueda curar bien.

Una vez el cerdo está dispuesto (su carne está libre de sangre), deben separarse sus partes para poder trabajar cómodamente con él; conviene no olvidar que su peso está en torno a los 200 Kg. En este proceso se separan los órganos, la cabeza y el resto del cuerpo se corta simétricamente a lo largo, por el espinazo. Se saca la careta que más tarde se podrá hacer a la brasa y las carrilleras, que vienen a ser los papos. Más tarde se cena el hígado encebollado, que es una delicia y se reparten los turnos del segundo día.

Al día siguiente, no antes de las 10 de la mañana ya que se corre el riesgo de que la carne pueda permanecer helada, se sacan las mantecas. Esto debe ser algo parecido a lo que hacen en las clínicas a las que va la gente a quitarse a los kilos de más. Después se extraen los solomillos, los lomos, las costillas y finalmente se recorta el tocino, la carne, los jamones y las paletas habiéndo retirado antes la piel.

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Los huesos se guardan para futuros cocidos. A las 12 del mediodía se hace una parada para almorzar, que es como llaman a hacer un brunch en los sitios en los que aún se habla como-debe-de-ser, para tomar los chumarros: estos son la parte final del lomo dónde conecta con las nalgas (jamones) y se cocinan en una sartén sin aceite. Una vez fritos y sobre una tosta de buen pan, se los añade sal. Las comidas durante la matanza son sin duda una de las mejores partes. Una vez rellena la panza, se vuelve al trabajo para cortar en trozos más pequeños la carne, los jamones y las paletas y la grasa que en unas horas serán parte de los chorizos.

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Aclarar que en algunas familias, las paletas y jamones se curan, pero no en esta. Es por eso que los chorizos son de una calidad superior. En la comida, pude probar las sopas leonesas: son unas sopas de pan que se diferencian de las sopas castellanas (las que se hacen en Valladolid y Palencia) en que llevan pimentón y son más líquidas. Ya por la tarde, la carne y la grasa se pasan por un triturador y se pesan para establecer las proporciones carne-condimento.

Entonces se coloca la carne en las artesas (bandejas de madera artesanal) y es ahí donde con las manos se mezclan con el pimentón, un poco de ajo, la sal y una pizca de orégano; esto será el relleno del chorizo.

Una vez mezclado el trabajo del segundo día ha terminado, es momento de cenar chichas. Las chichas es algo similar a lo que en Cantabria llamamos jijas, es simplemente la mezcla que irá al chorizo, cocinada. Tiene una textura tierna y un sabor picante. Así se llegó al final del segundo día que acabó con una visita al puente medieval que cruza sobre el rio y que está iluminado con luces de colores cálidos por las noches, lo que demuestra que las modas no disgregan las ciudades de los pueblos.

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Al día siguiente, una vez se ha dejado la mezcla reposar unas horas en las artesas, se comienza a hacer los chorizos. Esta es probablemente la parte más pesada y larga. Por un lado se necesitan dos personas en la máquina que extruye: una que dé a la manivela y empuje la mezcla hacía dentro y otra con la difícil tarea de introducir la mezcla en la tripa (la piel que quitamos antes de comer el chorizo una vez seco). La mezcla no debe estar ni demasiado prieta ni demasiado floja dentro de la tripa y además las tripas deben haber permanecido el justo tiempo remojadas, es por ello que esta parte es determinante en la calidad de los futuros chorizos.

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Tras esto, deben atarse los chorizos dentro de una misma sarta (cilindro con forma de u y atado a los extremos que contiene varios chorizos). Tampoco es esta una tarea fácil, apretar demasiado las cuerdas puede hacer estallar la piel y dejarlas demasiado flojas puede provocar bolsas de aire. De hecho es necesario proteger los dedos con esparadrapo para evitar rozaduras, se está varias horas atando.

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Una vez se han vaciado las artesas y por tanto llenado los chorizos, se hierven algunos de los órganos que formarán el botillo. El botillo es una bola de diferentes órganos y carnes singulares del cerdo que va embutida en tripa gruesa, a diferencia del chorizo, que se embute en tripa chica. Se deja curar un mes y luego se asa para acompañar el cocido. Los chorizos y los botillos se cuelgan en el techo de un cuarto a lo largo de varas de madera y pasarán unos meses hasta que se puedan comer los primeros. En caso de que venga un tiempo húmedo se ayudará al secado con humo.

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Muchos pensarán que cosas como esta son reflejo de una época pasada. Habrá quien incluso opine que solo unos embrutecidos son capaces de ello. Muy al contrario, cada día que lo recuerdo, estoy más y más seguro de que esta tradición atemporal no acabará, seguirá uniendo a las familias, seguirá resistiendo a la modernidad, seguirá necesitando de manos trabajadoras, seguirá llenando platos de sabrosos manjares; pasarán las gentes, pasarán los recuerdos, pasará el invierno, pasarán las modas… Quedarán las tradiciones.

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